César y Lumila viajan a bordo de un camión de trasnporte público. Han tenido que ir prácticamente , saltando de línea de transporte público en línea, para abandonar Ciudad Capital. El tomar un autobús en la central de autobuses los hubiera llevado directo a las manos de los agentes de la administración planetaria espacial.
El camión se detiene en lo que a César le parece una vil villa. Una docena de vendedores se acercan con canastas a las ventanas del camión. Son lugareños ofreciendo lunches, bebidas y comida chatarra diversa.
“Lumila, mira abandonemos aquí el camión. Me parece un lugar excelente para perder el rastro.”
Se bajan del camión, el conductor, uniformado y presentable, pero cansado por el viaje no les dice nada. Total, boleto pagado, es todo lo que a él, como representante de su emprea, le interesa.
Caminan hasta la fonda, que se encuentra casi vacía, la idea de los dueños es que los pasajeros de los camiones y autobuses se bajen aquí a comer. Tal vez el próximo camión sí deje que sus pasajeros bajen a departir tranquilamente.
César se queda viendo hacia el interior del restaurante, inmóvil por varios segundos. Lumila, sumamente asustada, hablándole pegada a su espalda, le susurra al oído:
“César ¿y ahora qué hacemos?”
Eso mismo se pregunta él. Llevan más de un día deambulando en camiones por las afueras de Ciudad Capital.
César la toma por el antebrazo y la guía hacia afuera del restaurante.
“Cuando recién me encontraste, ¿qué es lo que le decías a la gente que yo era? ¿Un naturista de las montañas? Me pregunto, si no hay una de esas comunidades aquí cerca de esta población.”
Lumila, cuyo estado mental ahora parece ser el de: permanentemente asustada, le contesta con voz entrecortada y apenas audible.
“No se, esa gente a veces se acerca a las ciudades a vender sus productos de granja y, muchos de sus jovenes escapan temporalmente para conocer la vida moderna.”
“OK, tomemos, mmm, ese camino, está cubierto por árboles que siquiera nos protegerán del sol mientras caminemos. ”
“¿Por qué este camino?”
“Cualquiera es bueno Lumila, y si, si quieres llegar a algún lado, debes de ponerte en camino.”
***
Luego de caminar cerca de cuarenta minutos, César y Lumila llegan a una finca, rodeada de gigantescos robles. En medio del terreno se puede ver una hermosa casa que luce similar a la arquitectura norteamericana de finales del siglo XIX, esto es, construída en madera, con un pórtico, techo partido de dos aguas, dos plantas. La casa está pintada en color blanco y encima del pórtico se levanta una alta torre campanario. Pequeña, pero todo esto en su conjunto, le da cierto aire a templo cristiano. César y Lumila fascinados por esta hermosa casa, se acercan hasta la puerta principal. No hay una cerca que delimite la propiedad privada, ni señales de advertencia a extraños.
Suben unos cuantos escalones hasta la puerta, que se halla abierta, pero protegida con una puerta mosquitero y ahora pueden escuchar música procedente de un viejo gramófono.
“¿Hola? ¿perdón? No es nuesra intención invadir ni ser inoportunos. ¿hola?”
“¡Voooy!, ¡vooooy!” Les contesta una voz cansada y trémula, la voz de una anciana.
Desde el interior ven acercarse lentamente a una anciana de cabello blanco, su rostro deformado por la falta de dientes, pero con un gesto de amabilidad.
Ella viste como todas las ancianas, y encima de sus ropas el esperado delantal, manchado de pintura acrílica, señal de que a ella le gusta dedicarse a las artesanías.
“¿Qué se les ofrece? Si vienen en son de paz son bienvenidos, pero si tienen intenciones malignas hacia mi, les advierto que esta casa está protegida por armas de fuego.”
“Mmm, no se apure señora, venimos en paz. Sabe, mi amiga y yo andamos buscando trabajo...”
Lumila le da un pisotón, bastante fuerte a César, como castigo por haber mencionado que buscan trabajo.
César se disculpa con la anciana.
“Por favor discúlpeme señora, hay algo que necesito mencionarle a Lumila, mi amiga, ahorita regresamos.”
Y a continuación se la lleva, bajando del pórtico a varios metros de distancia de la puerta de la casa. Cuando César considera que están lo suficientemente alejados de la agradable anciana le menciona a Lumila en voz baja de todas maneras.
“Lumila, este lugar es nuestra única esperanza en este momento. Ya no tenemos fondos en los tatuajes interactivos, estamos en medio del campo, quién sabe que tan lejos esté la próxima ranchería. No tenemos a dónde ir. Y en cuanto lleguemos a la próxima ciudad ¡la que sea! Nos van a estar esperando los agentes de la administración planetaria para matarnos enseguida.”
Ella se lo queda viendo y antes de que pueda articular nada, César la guía por el codo de regreso con la anciana, quien espera en la puerta de su casa.
“Y bien, ¿qué tanto misterio se traen ustedes dos?”
“Perdónenos señora, pasa que mi amiga no está tan segura de que aquí sea un lugar adecuado para buscar trabajo.”
“Mmm. Verá joven, ayuda sí necesito, pero pagarla, no puedo. Soy una viuda pensionada sin hijos y apenas y me alcanza para mantenerme a mi misma.”
“Señora, que le parece si… Cuidamos de usted, nos encargamos de mantener su propiedad, cuidar sus animales; Lumila aquí le puede cocinar, y lo demás que se ofrezca y, usted a cambio, nos da techo.”
“Pero, ¿así nada más joven? Es riesgoso para mi. No se quiénes son ustedes.”
“Supongo que tiene razón señora. Bueno… procedemos a retirarnos.”
César gira a Lumila y caminan bajando las escaleras. La amable anciana les grita a sus espaldas.
“¡Esperen! ¿Qué les parecería estar unos días a prueba? Para ver si la relación nos es mutuamente beneficiosa.”
César y Lumila se voltean a ver y, César sin esperar a la opinión de ella, se apresura subiendo las escaleras del pórtico y le extiende su mano a la anciana.
“Le agradecemos mucho señora. Le aseguro que no se va a arrepentir. Mi nombre es César Lacroix y ella es Lumila Tusiva.”
“¡Mucho gusto! Yo soy la señora Andreia Isort. Vengan síganme. Hace hasta todavía un par de años yo rentaba cuartos para huéspedes. Pero la nueva carretera de cuota a Ciudad Capital provocó que toda esta zona al sur quedara en el abandono. Ya nadie pasa por aquí.
¿Son pareja? Porque les puedo dar una habitación juntos o, si gustan, separados.”
“¡Separados por favor!” Lumila le contesta asustada. César sonriente ante la reacción de ella le comenta a la señora Isort.
“Solo somos amigos.”
Mientras caminan por el interior de la casa, César se maravilla ante las cosas que ve. Esta casa tuvo su momento de gloria y explendor, tal vez hace cosa de un siglo. Todos los objetos, limpios, bien cuidadados y bellos, parecen recién salidos de la fábrica. Pero al mismo tiempo, son antiguos.
***
César y Lumila se han adaptado muy bien a su nueva vida de trabajadores en la propiedad de la señora Andreia Isort. Cada día, al terminar sus labores, se sientan en la sala junto a ella. La vieja dama ha encontrado sumamente reconfortante la compañía de ellos dos y hasta, renació en ella el gusto por cocinar galletas, pasteles y postres diversos. César y Lumila le han caído como una inyección de vida.
Y la señora Isort siempre tiene relatos de su juventud que contar cuando se sientan a tomar el té y a comer las galletas por ella preparadas; y hasta César y Lumila han empezado a participar con relatos propios.
“Y mi papá espantó las babosas que se habían arremolinado en torno a mi debido a que les di migajas de pan.”
Lumila, ya más abierta, concluye su relato de una vez que, cuando niña, fue asustada por las babosas.
“¡Qué cosa tan horribles esas babosas! Cuando llegué aquí, fue de las cosas que más me impresionaron.”
“¿Cómo, acaso no las hay en todo el mundo?”
La señora Isort cuestiona a César, extrañada por su afirmación. Pero antes de que él pueda contestar algo, Lumila interviene.
“César procede de una comuna naturista. Y en la misma las combatían fumigándolas, por eso él apenas y las conocía cuando niño.”
La señora Isort se queda callada ante la inconsistencia de que naturistas usen pesticidas en su comuna. Ella decide romper el incómodo silencio que cayó.
“Bueno”, la señora Isort finalmente habla, “cuando yo era niña había babosas gigantescas; que para bien o para mal ya se han extinguido. No dudo que en las zonas remotas del mundo aún existan.
Cuando era niña...”
Y en este punto César hace un amigable aullido de burla amistoso; que ella así lo interpreta.
“Sí, literalmente ya pasó una eternidad. Cuando yo era niña, ésta, la propiedad familiar, estaba en medio de la nada. Había que conducir más de una hora para llegar a la ruta, que incluso en ese entonces era de terracería.
Mi papá me había regalado tres borreguitos, a lo largo de un par de años. Así que Monkey, Mickey y Archi, en orden de edad, eran de distintos tamaños, del más grande al chiquito.
Siempre andaba con ellos, para arriba y para abajo. Los quería mucho a los tres. Yo me encariñé particularmente con Mickey, el de en medio. Y ese sentimiento me hacía sentir culpa. Ya que durante un tiempo, Monkey, fue mi único borreguito y él me quería mucho.
Un día que ellos me acompañaban en la cerca de madera. Yo estaba arrancando espigas de pasto y jugaba con ellas. Cuando de repente, escucho el aleteo más increíble que haya escuchado en mi vida. Me quedé pasmada al ver a la gigantesca babosa que se paró sobre la cerca; era tan grande como yo.
A mi me pareció que su cabeza solo era puro pico, así de grande lo tenía, no recuero haberle visto ojos. Mis inocentes borreguitos seguían tranquilamente comiendo yerba al pie de la cerca, sin darse cuenta del peligro. Esta babosa baja su cabeza, estudiando a los borreguitos, yo pensaba, '¡que no se lleve a Mickey!, ¡que no se lleve a Mickey!'
Y de un salto, cae sobre Monkey e inmediatamente, se eleva por los aires, con él en sus garras, perdiéndose de vista en las alturas. No voló a la distancia, ¡no! Se fue ¡hacia arriba! Se volvieron un minísculo punto y ya no los pude ver.”
La señora Isort se levanta de su sillón, limpiándose una lágrima que le escurre del ojo derecho. Levanta la charola de plata con el servicio de té y se va a la cocina.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario