Desde el momento en que entraron esa gente nueva al pueblo, casi todo mundo sentimos que algo estaba fuera de lo normal. Supongo que, en realidad, nadie pudiera haber dicho a ciencia cierta qué era lo que nos hizo sentir o pensar que las cosas no estaban como debieran estar, que estaban fuera de lo acostumbrado, o cuál pudiera ser la razón para que tuviéramos un presentimiento muy desagradable, como un presagio aterrador.
Prácticamente lo único diferente acerca de esa gente era que solamente unos ocho o diez hombres llevaban uniforme, todos de soldados rasos, mientras los demás, alrededor de unas treinta personas, estaban vestidos de civiles. A pesar de esa apariencia exterior de ser no combatientes, todos estaban armados hasta los dientes con dagas, bayonetas, pistolas de diversos calibres, y cada uno llevaba colgada de hombro o cuello a una metralleta Schmeisser. Lo peor de su apariencia visible, sin embargo, era aquella expresión cínica y de un desprecio abismal, que jamás dejó sus rostros crueles y duros.
La gran mayoría de ellos hablaba alemán, y era como si fueran alemanes nativos, oriundos de los estados alemanes vecinos de Schwaben, Baden o Würtemberg, mientras nosotros nos encontrábamos en el estado de Bayern, o sea, de Bavaria. Hasta entre ellos mismos se comunicaban en alemán, empleando en el proceso a muchos modismos e idiosincracias del alemán típico, en vez de hablar inglés, como habría de suponerse. Otro aspecto curioso era que esos civiles siempre se mantuvieron algo separados de los hombres uniformados, y que con ellos sí hablaban inglés, nunca alemán.
El jefe de toda esa pandilla, cuyo nombre y rango jamás conocimos, todavía relativamente joven, quizás de unos veinticinco años de edad, era un hombrecillo de mediana estatura, y muy delgado, para no decir flaco. Tenía una cara que parecía haber sido esculpida por un Danté, pero con un hacha y de madera dura, jamás se movía, ni mostraba emoción. Siempre parecía llevar una máscara, lease expresión, cínica y miserable, como a punto de vomitar, o por lo menos escupir.
Con todo mundo, incluyendo en ello a sus propios hombres, se comunicaba solamente a base de gritos desafinados, como si estuviera sufriendo bajo un constante dolor incontenible, o como si continuamente estuviera regañando a la gente con quienes hablaba. Los Lobatos le tuvimos miedo desde el primer momento que lo vimos, o mejor dicho, no era miedo lo que sentimos ante él, sino pavor. A pesar de aquellas sensaciones desagradables, específicamente en el área del plexo solar, acordamos todos que, si ese jefazo insistía en buscarse problemas, particularmente en lo concerniente a nosotros, estuviéramos dispuestos a ayudarlos y con todo gusto podríamos asegurar que los hallara bien pronto.
Apenas dos días después de que tomamos esa determinación, o sea, cinco días después de la salida de nuestros amigos, y el arribo de esa pandilla, más o menos a las dos de la tarde del día dos de agosto, esos canallas entraron en todas las casas, abriendo las puertas a patadas, o a golpes de las culatas de sus armas. Toda persona encontrada, ancianos, mujeres, y niños, fueron llevados al mercado, en el centro del pueblo, a punto de bayoneta calada. Cuando por alguna razón alguien se caía, lo hacían levantarse por medio de puntapiés. Por supuesto todo mundo tuvo mucho miedo, o por lo menos se encontraba sumamente nervioso. Ese tipo de tratamiento llevaba presagios muy siniestros.
Cuando mi familia y yo llegamos al área del mercado ya se hallaba mucha gente ahí y el número aumentaba con cada minuto. Por ninguna parte pudimos ver a los soldados uniformados mientras nos amontonaron en un área relativamente pequeña, detrás de dos camiones. En la parte trasera de uno de esos vehículos vimos al jefazo, caminando y paseándose de un lado a otro como un tigre en una jaula. En una mano llevaba un delgado bastón con el cual de vez en cuando pegaba salvajemente a cualquier cosa que se le encontraba en frente.
Al fin uno de sus hombres se le acercó para reportarle que todo mundo ya estaba presente.
Con los movimientos de un muñeco de madera, y con una carota para espantarse, dió vuelta para mirarnos unos momentos con un gesto de disgusto total. Al fin comenzó a hablar de una manera que nos hizo pensar que estaba loco de remate. Nos dijo que éramos la hez más sucia bajo el sol y que ni siquiera se nos debería de considerar como pertenecientes a la humanidad, simplemente porque éramos alemanes, y por la sencilla razón que él sentía que nos lo merecíamos. Además, gritaba, se había propuesto limpiar la cara de la tierra de nuestros cadáveres viles y hediondos, cosa que había jurado ante todos los demonios, y así lo iba a hacer cuando se le diera la gana.
"¡Ustedes opusieron resistencia armada a la invasión pacífica del pueblo americano!" Se babeaba sobre la camisa al gritar. "¡Ustedes mataron y mutilaron a los pobres e indefensos jovenes soldados, la flor y nata de la población americana, que vinieron con los brazos abiertos para liberarlos y traerles paz! ¡Animales que son! ¡Bestias! Me lo van a pagar muy caro y con mucho interés. Los voy a hacer querer morir sin que puedan lograrlo. Me pagarán sus bestialidades como se merecen unos animales estúpidos y apestosos, tal y como lo son. Los voy a hacer sufrir como nadie ha sufrido en la historia de la humanidad. Aquí estableceremos un ejemplo claro y glorioso de lo que se debe hacer con la clase de bestias que son."
Nos maldecía y condenaba algún tiempo más.
Nos hizo pedazos hasta que comenzamos a pensar que todo aquello era únicamente una broma pesada. Al rato alguna gente empezó a reirse a carcajadas.
Dios mío, como se enfureció. A una señal suya sus hombres seleccionaron a toda la gente que se estaban riendo abiertamente. A jalones y empujones los alinearon frente a él, delante de nosotros. Eran quince, los seleccionados, trece viejitos y dos mujeres jovenes.
El jefazo se bajó del camión prácticamente escupiendo espuma de rabia. Faltaba poco para que se cayera de espaldas a causa de su salto y de su furia. Eso nuevamente provocó risas. Con los brincos de un demente se acercó a los seleccionados mientras desenfundaba su arma.
"¿Por qué?" su voz se quebraba en un chillido de furia desenfrenada. "¿Por qué? ¿Por qué se están riendo de mi? ¡Cerdos! ¡Viles y sucios cerdos! ¡Puercos alemanes! " "¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?"
Ese último ¿Por qué? Sonó como el chillido de un puerco dolido. Encogido como un animal salvaje, listo para atacar a su presa, se acercó a un señor que todavía estaba riéndose. Me di cuenta que era Herr Schmitz. El jefazo saltaba de una manera que parecía improbable, primero únicamente de lado a lado, pero al fin dió un brinco enorme hacia su adversario como si quisiera atacarlo físicamente, con la cabeza encogida entre los hombros como una auténtica bestia salvaje. Con la mueca de un loco se paró a unos seguros dos metros de distancia frente al anciano, para preguntarle a gritos:
"¿Por qué, cerdo, por qué te estás riendo de mi?"
En voz alta, y sin temor alguno, el anciano le contestó:
"Te estás comportando como un idiota, sin sentido o lógica, y eso frente a toda la gente. En vez de impresionarlos como debieras, solamente estás haciendo el ridículo. ¿No tienes vergüenza alguna? Además, con respecto a eso del cerdo, me pregunto quién de veras lo es."
Durante algunos momentos se me hizo como si el otro explotara en cualquier momento. Su cara, su cuello, todo se hinchaba y enrojecía en forma alarmante. La expresión de su cara era la de un niño idiota, con baba cayéndosele de la boca. Lentamente, como si pesara mucho, levantó el arma, le apuntó al valeroso viejito directamente entre los ojos, y cuando aquél ni siquiera se movió, le disparó en plena cara.
Antes de que el cadáver del valeroso anciano terminara de derrumbarse, su asesino había expirado también. Max, quien se encontraba un poco detrás y hacia un lado del señor Schmitz, emprendió carrera cuando aquella bestia levantó su arma, y con un salto enorme lo alcanzó con una patada en el cuello, demasiado tarde para poder evitar el asesinato, pero justamente a tiempo para que ese animal pudiera elevar la vista desde donde caía su víctima. Sus ojos malévolos se abrieron de terror al ver lo que venía hacia él, y entonces el pie de Max se le incrustó algo a un lado, y debajo del mentón. Su cabeza resultó sacudida hacia atrás como si fuera a desprenderse completamente del cuerpo. Cuando se desplomó tenía la cara torcida hacia atrás, casi hasta la espalda.
Desgraciadamente Max no logró sobrevivir a su acto justiciero por más de una fracción de segundo. Uno de los compinches, o guardaespaldas, del jefazo eliminado, levantó su rifle con la bayoneta calada en lo que probablemente era solo un reflejo defensivo. Con el ímpetu de su salto Max se lo clavó en pleno plexo solar, con la punta emergiéndole por la espalda.
En menos de un minuto más todo el área del mercado se había convertido en un verdadero infierno. Mucha gente, sin importarles que los integrantes de esa pandilla estuvieran armados y ellos no, los atacaron con puños, puntapies y a pedradas. Les quitaron las armas para usarlas entonces en contra de los demás. Aunque muchos murieron en el ataque inicial, sobraron los suficientes para que, con una furia incontenible y aterradora a la vez, los abrumaran, los abatieran, y los mataran literalmente despedazándolos o desmembrándolos.
En no más de cinco o seis minutos todo ya había terminado. Los gritos espeluznantes de odio y angustia, de terror y dolor, comenzaron a desvanecerse. El mercado parecía un enorme matadero, un terrible campo de batalla donde no se había pedido ni concedido cuartel o perdón.
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